Acaso sea esa una
sensación que tiene que ver más con la óptica, o con el puro y simple
sentido de la realidad, que con el cansancio supremo, como debería
suceder. Subir, a lomos de una bicicleta y con desarrollos de carretera
-pongamos 38 dientes como máximo para el plato grande, y 28 de piñón- por
cuestas que superen el 18% de desnivel durante, pongamos, más de 200 o 300
metros, presuponiendo siempre que las ruedas se deslizan sobre una
carretera lisa y asfaltada, sin socavones ni la traidora gravilla,
pertenece a otro género de cosas. Aquellas que el género humano sólo
realiza, o lo intenta, por tres motivos, en cualquier caso respetables:
1.- la supervivencia, 2.- la curiosidad, y 3.- el reto.
Con la
subida a Angliru accederemos de lleno al tercer género. Aunque se trate de
ciclistas profesionales, de elite, los límites del cuerpo son unos y no
otros, a tenor de la mecánica empleada -las bicis- y la orografía concreta
a la que intenta vencerse: ese puerto del Diablo, sin caída por su otra
vertiente, sin final, como creerán los corredores mientras lo asciendan,
sin piedad y tal vez sin sentido en sí mismo. Por lo anteriormente
expuesto. Pues no es lo mismo superar tramos o picos del 18% o algo más,
que pretender la travesía de los mismos durante algún que otro kilómetro.
Ahí también el lenguaje, siempre equívoco, jugará malas
pasadas.
Según las teorías anaeróbicas, una sucesión de tramos del
15%, como los que tiene el Col de Marie-Blanque por la cara de Escot,
podrían hacer casi tanto daño como esos otros picos salteados de mayor
desnivel. Pero no. De esos tramos infernales, o picos en los que todo
parece un puro absurdo, y en los que, si se sigue adelante en el empeño,
es únicamente porque uno vacía su cuerpo y su mente, sobre todo esto
último, se sale -si se superan-, invariablemente tocado, y mucho. Mi
experiencia en ese tipo de situaciones, que no es tanta como la de otros
cicloturistas, pero sí alguna, me lleva a suponer que el espectáculo que
podremos presenciar en el Angliru, en septiembre, será mitad épico, mitad
patético. Porque ahí no se tratará ya de conseguir que la bici avance,
pongamos a ocho por hora, o a 10, sino, directamente, de no caer redondos
al suelo.
Entre nosotros decimos: "Iba tan torrao subiendo que las
moscas se le paseaban entre los radios de la rueda delantera". En este
caso torrao equivale a las rampas que habrán de escalar. Me queda
pendiente esa criminal cuesta asturiana, que durante siglos ha dormitado
para resurgir a fin de ser un circo romano para el público. Conozco
pequeñas anglirus aquí y allá, el Picón Blanco y Quintana, Escudo y Peña
Cabarga en Cantabria, el Palau Novella muy cerca de mi casa. Por ellas sé
que, a partir del 18%, la cosa deja de ser graciosa y
estimulante. A partir del 20% deja de ser deporte. Y a partir del 22% deja
de ser real. |