La Lectura

Hablamos de lectura y de inmediato asociamos esta palabra con los libros. Quizás algunos, no muchos, también la asocien con los periódicos. Sin embargo, casi nadie pensará en la escritura, aun siendo lectura y escritura hija y madre, respectivamente; consecuencia una de la otra, pues no hay lectura si antes no hay escritura. Quien escribe, aunque lo haga como pasatiempo, escribe para ser leído. El fin de la escritura de unos es la lectura de otros. A veces me pregunto a quiénes interesarán mis escritos.

La escritura me sirve para poner en orden mis ideas, expresar mis sentimientos y mis pensamientos —es decir, opinar— con la esperanza de que puedan interesar a alguien; no solo para que sean leídos, sino comprendidos y compartidos. Si escribiera para entretener o amenizar el ocio de los demás, seguramente mi estilo sería bien distinto. No ya solo el estilo, también los asuntos de que trato.

¿Qué ocurre cuando uno tiene la certeza de que lo que escribe interesa a muy pocos o, dicho de otro modo, cuando los demás no leen lo que uno escribe? Caben dos opciones: 1) escribir sobre lo que interese a los demás; 2) asumir que los intereses propios son muy distintos de los ajenos. La primera opción puede llevar a escribir con éxito de público si se es medianamente habilidoso; la segunda, conduce a una autonomía intelectual minoritaria. Sé que lo que escribo interesa a muy pocas personas. El método que utilizo para saberlo es infalible: dar a leer algún que otro texto a mi hermano, a quien considero representante de una mayoría de la población de España y, quizás, aunque de ello no estoy tan seguro, de la mayoría de países de habla hispana. Según él, debería decantarme por la primera opción; yo opto por la segunda a sabiendas de quedar como dechado del vicio autónomo.

Decía Francisco Ayala que la patria del escritor es su lengua. Yo estoy convencido de ello. Nunca me he considerado patriotero. Es más, quizás por mi condición de viajero —unido al conocimiento de otras lenguas—, me he sentido alejado de la cotidianidad de los españoles hasta el punto de concluir que lo que más tengo en común con mis compatriotas es, precisamente, la lengua. Es obvio que he nacido en España y, concretamente, en Madrid —con todas las consecuencias que de este hecho derivan, especialmente ahora que se habla tanto de los nacionalismos catalán, vasco y gallego. Sin embargo, el idioma español me une igualmente, con todas las diferencias y matices culturales que se precisen, con los países americanos en que se habla esta lengua y con todas aquellas personas que la hablan para comunicarse. Y digo bien “comunicarse” cuando da la impresión de que los nacionalismos políticos esgrimen las distintas lenguas como espadines para la incomunicación. Asimismo, me he sentido honrado cuando algunos de mis textos se han traducido al gallego —y desde aquí agradezco su labor a quienquiera que haya sido el traductor—, porque toda lengua es respetable como medio de comunicación.

Como escritor, leo incluso lo que no me interesa particularmente. De ahí, que entre mis lecturas se encuentre la de los periódicos, cuyas páginas suelen ser el vórtice del torbellino político y noticioso. Así, en El País del 21 de mayo de 2005, encuentro escritas las siguientes declaraciones del presidente venezolano, Hugo Chávez, en referencia al ex presidente español, José María Aznar: “es un imbécil, un fascista que se cree parte de una raza superior, algo peor que Hitler […] La raza perfecta, la raza pura, ese es el pensamiento de este caballero que vive atacándonos, un imbécil, un verdadero fascista”. Parece ser que esta fue la respuesta de Hugo Chávez a unas declaraciones en las que el ex presidente español tachaba de negativa para Iberoamérica la relación entre don Hugo y Fidel Castro, presidente cubano. Lo que a mí me llama la atención es que, por el momento, el actual presidente del gobierno español, José Luís Rodríguez, no haya abierto la boca al respecto para defender a una persona que le antecedió en el cargo. No salir en su defensa es asentir a las declaraciones del presidente venezolano y, por consiguiente, no le queda más remedio que instar al fiscal general de España a que abra un proceso de investigación para procesar a quien es “peor que Hitler”. Yo, lo menos que haría, si fuera presidente del país en que he nacido, sería pedir a mi colega venezolano que retirase sus declaraciones y exigirle una disculpa. Pero como no soy presidente, ni el Sr. Rodríguez acudirá al fiscal, lo único que me queda por hacer es proseguir con la lectura.

Don Francisco Ayala, a quien anteriormente he mencionado, dijo hace más de veinte años en el Congreso de los Diputados que “las palabras, los conceptos, aunque expresen la realidad misma de una situación, al repetirse pueden sonar, por el desgaste del uso, a mera retórica”. Esa es a veces la sensación que tengo cuando conecto el televisor, escucho la radio o leo algún periódico en los que los occisos son algo cotidiano. A veces es esa misma sensación la que me induce a escribir sobre lo que a muy pocos interesa. Y, entonces, me pregunto sin esperar respuesta: ¿Quién habrá leído lo que hasta aquí he escrito?

 Michael Thallium

  

 

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